Es mentira, sin duda. Ya no creo que haya algo afuera de este mínimo espacio de escritorios y carpetas. Todo sucede aquí y no me importa.
El tiempo, empalagoso, arrastra los pies del reloj sobre la pared descascarada.
Hay una especie de vértigo, ajeno, que me asalta por oleadas y me invade de una urgencia que no es propia.
Y es entonces que se me llenan las manos de hojas y de sellos, y de tinta que es como la sangre que recorre las venas de ese mundo subterráneo con forma de oficina.
Ignorado, prisionero, hoy descubro dónde está la llave. Escondida en el lugar menos pensado, frente a mis ojos.
Yo, todavía, recuerdo mi nombre. Yo tengo que saber quién soy aunque intenten perderme en un océano de rostros anónimos.
¿Cuántos sentirán lo mismo?
¿Cuántos pierden el tiempo haciendo lo que no les gusta?
¿Cuantas cosas has hecho hoy sólo por obligación?
¿Para qué?
Si este laberinto para ratas te lleva cada día hacia el queso rancio de un trabajo sin sentido aquí puedes contar tu historia. Yo voy a contar la mía.
Entre todos encontraremos la cerradura que encaje con esa llave que nos jura que lo que nos muestra la ventana es cierto, que hay algo más allá de las pantallas y los expedientes.
La quietud no es una posibilidad.
Este es un naufragio del que nadie se salva flotando. Hay que levantar la vista, encontrar la orilla y nadar hasta no sentir los brazos. Porque la costa es nuestra.